En esta ocasión, aprovechando la excusa de una nueva proyección del ciclo de películas de los Jueves en el Teatrino, voy a escribir un poco sobre lo que me ha sucedido y no sobre la película.
Es extraño que termine con un grado de felicidad incomprensible luego de una discusión telefónica en la cual me dijeron cosas terribles.
Normalmente, ante una multitud de insultos, ante una procesión de agravios, ante tamaña sarta de improperios y ante tanta saña retenida -al parecer- uno al menos se siente vapuleado, cuando no al menos atormentado. Lo más probable es que se enoje y continúe con otra batahola interminable de imprecaciones que responden la agresión, o intentan ensayar una defensa.
Claro está, para esto hay que tener algo de lo cual desahogarse, justamente es necesario sentir una opresión tan profunda que nos lleve inevitablemente a volcar todo eso allí retenido, aunque no lo supiéramos.
Pero el supuesto, que creemos verdad y hasta damos por sentado, es que algo hay para ser servido a través de nuestra voz, algo que seguramente se calló, o no se captó en otro momento, o que ahora encuentra el campo propicio para ser lanzado.
Pero ¿qué pasa si todo lo necesario ya fue dicho? ¿si nuestra mente se ha despojado de lo que no quería retener más, de aquello que en definitiva nos corroe con el tiempo?
Creo que hoy descubrí, atónito, la respuesta.
En una vida marcada por las constantes peleas, discusiones, idas y venidas en esa marea despiadada de los sentimientos encontrados, de las sensaciones, de las cavilaciones y maquinaciones, en ese tormento continuo propinado por nuestros propios temores.
Encontrarse de repente vacío de todo odio, de todo rencor, de cualquier sentimiento.
De saberse fuera de ese juego perverso de mentes tortuosas y torturadas.
De carecer de respuesta, más aún: carencia de la necesidad de respuesta misma.
Caer en la cuenta que definitivamente el lazo está roto, esa telaraña invisible que lleva años de tejer todo tipo de sinsabores, de atarnos a distintos sabores del dolor, quizás a todos ellos.
De prolongarse, infinita, como una agonía.
De permanecer allí, bien oculta de nuestra conciencia, esperando pacientemente su oportunidad para aparecer en acción, en una nueva escena de esta interminable novela que contemplamos, absortos y tan compenetrados, como si se tratase del culebrón del año.
Enredados, completamente enmarañados, nos movemos torpemente por nuestras vidas. Y como quien está atrapado, como una mosca víctima segura segura del arácnido, tratamos desesperadamente de zafarnos. Lo hacemos tan torpemente que más nos enredamos y encima enredamos a nuevas víctimas.
Pero, como en la peor de nuestras pesadillas, nada ni nadie aparece a rematarnos.
Así que terminamos dañándonos entre nosotros mismos, como en una macabra obra de terror.
Al cabo de un tiempo, nos acostumbramos tanto a estas redes que ya no las notamos, con lo cual la historia contínúa agregando nuevos participantes a esta trama infernal.
Sin embargo, a veces tenemos la suerte que el azar permita que alguien rompa algunas redes al pasar y nos permita ver una manera de zafarnos de ellas.
Cuando de veras nos ufanamos en tamaña tarea, vamos descubriendo con alegría como esos antiguos lazos se van rompiendo.
Al cabo de un tiempo providencial, con mucha más paciencia y esfuerzo de nuestra parte, vamos rompiendo esas ataduras que tanto daño nos infligieron.
Con más tiempo y paciencia, descubro que también habrá de llegar el momento en que, sin magulladuras siquiera, la telaraña sólo será un simple recuerdo que nos llenará de gozo por la titánica tarea cumplida.
Es extraño que termine con un grado de felicidad incomprensible luego de una discusión telefónica en la cual me dijeron cosas terribles.
Normalmente, ante una multitud de insultos, ante una procesión de agravios, ante tamaña sarta de improperios y ante tanta saña retenida -al parecer- uno al menos se siente vapuleado, cuando no al menos atormentado. Lo más probable es que se enoje y continúe con otra batahola interminable de imprecaciones que responden la agresión, o intentan ensayar una defensa.
Claro está, para esto hay que tener algo de lo cual desahogarse, justamente es necesario sentir una opresión tan profunda que nos lleve inevitablemente a volcar todo eso allí retenido, aunque no lo supiéramos.
Pero el supuesto, que creemos verdad y hasta damos por sentado, es que algo hay para ser servido a través de nuestra voz, algo que seguramente se calló, o no se captó en otro momento, o que ahora encuentra el campo propicio para ser lanzado.
Pero ¿qué pasa si todo lo necesario ya fue dicho? ¿si nuestra mente se ha despojado de lo que no quería retener más, de aquello que en definitiva nos corroe con el tiempo?
Creo que hoy descubrí, atónito, la respuesta.
En una vida marcada por las constantes peleas, discusiones, idas y venidas en esa marea despiadada de los sentimientos encontrados, de las sensaciones, de las cavilaciones y maquinaciones, en ese tormento continuo propinado por nuestros propios temores.
Encontrarse de repente vacío de todo odio, de todo rencor, de cualquier sentimiento.
De saberse fuera de ese juego perverso de mentes tortuosas y torturadas.
De carecer de respuesta, más aún: carencia de la necesidad de respuesta misma.
Caer en la cuenta que definitivamente el lazo está roto, esa telaraña invisible que lleva años de tejer todo tipo de sinsabores, de atarnos a distintos sabores del dolor, quizás a todos ellos.
De prolongarse, infinita, como una agonía.
De permanecer allí, bien oculta de nuestra conciencia, esperando pacientemente su oportunidad para aparecer en acción, en una nueva escena de esta interminable novela que contemplamos, absortos y tan compenetrados, como si se tratase del culebrón del año.
Enredados, completamente enmarañados, nos movemos torpemente por nuestras vidas. Y como quien está atrapado, como una mosca víctima segura segura del arácnido, tratamos desesperadamente de zafarnos. Lo hacemos tan torpemente que más nos enredamos y encima enredamos a nuevas víctimas.
Pero, como en la peor de nuestras pesadillas, nada ni nadie aparece a rematarnos.
Así que terminamos dañándonos entre nosotros mismos, como en una macabra obra de terror.
Al cabo de un tiempo, nos acostumbramos tanto a estas redes que ya no las notamos, con lo cual la historia contínúa agregando nuevos participantes a esta trama infernal.
Sin embargo, a veces tenemos la suerte que el azar permita que alguien rompa algunas redes al pasar y nos permita ver una manera de zafarnos de ellas.
Cuando de veras nos ufanamos en tamaña tarea, vamos descubriendo con alegría como esos antiguos lazos se van rompiendo.
Al cabo de un tiempo providencial, con mucha más paciencia y esfuerzo de nuestra parte, vamos rompiendo esas ataduras que tanto daño nos infligieron.
Con más tiempo y paciencia, descubro que también habrá de llegar el momento en que, sin magulladuras siquiera, la telaraña sólo será un simple recuerdo que nos llenará de gozo por la titánica tarea cumplida.
Comentarios
Publicar un comentario