Siempre me he abstenido de opinar acerca de la paternidad por no ser padre. Creo que debo hablar a partir de mis experiencias y es por eso que lo voy a hacer desde otro lugar, aquel que quienes se cruzan de rol parecen olvidar.
Soy un agradecido por las posibilidades que me brindaron mis padres, es algo que les agradecí a cada uno en vida (y que recomiendo a cada uno que lo haga) sin embargo, también aprendí a partir de su experiencia qué es lo que no debo hacer cuando sea padre.
Por ejemplo, sostener una relación por el solo hecho de una necesidad económica o de un imperativo moral, religioso, familiar, social, cultural, etc.
O discutir cuestiones de pareja frente a mis hijos o al resto de la familia, probablemente por la necesidad de testigos en la contienda. Así, los hijos nos convertimos en rehenes de una contienda interminable, sinsentido, que conduce a la violencia y que nos marca a fuego como víctimas involuntarias, depositándonos una carga emocional que nos supera ampliamente y que en el mejor de los casos nos llevará años descargar. Además, perdemos la noción de la intimidad y la valoración de la particularidad de cada individuo implicado en nuestras relaciones, reduciéndolos a simples contendientes o peor aun, enemigos.
También de la importancia del diálogo, de compartir una visión conjunta, proyectos, ideas para evitar encontrarse en una situación incómoda e improductiva para todos, que de sostenerse puede corroer no solo las relaciones sino a las personas.
Que la paternidad/maternidad es el verdadero casamiento, es decir, es para toda la vida o no es. Por lo tanto, debería asumirse con la madurez y la seriedad que algo tan importante se merece.
Que no es necesario continuar con una relación de convivencia para asegurar dicha paternidad/maternidad. Las relaciones entre padres e hijos trascienden las sociedades creadas, sea una pareja, sea una familia, y por lo tanto permite la variedad: varias parejas, varias familias. Que de continuar insistiendo se perjudican no solamente los integrantes de la pareja sino fundamentalmente los hijos, quienes percibimos así a la familia como estructura monolítica inalterable, aun en perjucio de sus integrantes. Como hijos, nos sentimos degradados cuando no a simples decorados, a objetos en disputa.
También aprendí que existen límites, aunque en ese caso mis padres supieron imponerlos (a golpes si hacía falta), a través de la experiencia de otros niños que hicieron lo que les vino en gana y tuvieron que aprender dándose fuertes golpes en la vida (algunos no la contaron), otros que simplemente no lo hicieron y hoy son personas inmaduras y caprichosas. Aprendí que como adulto tengo el deber de demostrar mayor sabiduría en la práctica, no mostrando chapa de mayor experiencia por los años o recurriendo a la violencia sino mostrando inteligencia a través de mis actos, la cual se supone debería superar a la del niño. Hoy vemos cada vez más casos de hijos que dominan a sus padres, claramente éstos no saben como marcarles los límites de forma inteligente, es decir, sin recurrir a la violencia. Tampoco sirve recurrir a la tecnología, ningún aparato puede reemplazar este acto fundamental de maternidad/paternidad.
Otra cosa que aprendí es que los hombres podemos hacer las tareas de la casa tanto como las mujeres pueden trabajar fuera de ella. Pese al machismo de ambos, producto de una sociedad en extremo machista, mi padre fue excelente cocinero y se desempeñaba igual de bien en cualquier tarea doméstica como lo hacía en su trabajo. Por su parte, quienes la conocemos sabemos que mi madre es una excelente docente que trabajó ininterrumpidamente desde muy joven. Por suerte esto hoy se está volviendo habitual, pero aun hay resagos de ese machismo putrefacto y no puedo dejar de mencionarlo.
Aprendí muchas otras cosas, tantas que la lista sería interminable. Pero, fundamentalmente, aprendí que nos mintieron y mucho acerca de esta relación. Nos hacen creer los dueños del destino de nuestro hijos, que ellos son la razón de nuestra existencia, la justificación perfecta de nuestros actos, nuestra creación más perfecta, nuestro bien más preciado. Mas nada de eso somos ni nada de eso debemos ser, pues somos otra vida que a través de ellos llegó a existir y nuestro destino estará ligado al entorno donde vivamos, a esta sociedad que integramos, a esta época que nos toca vivir. Como bien dijo Khalil Gibran, somos hijos e hijas de la vida.
Soy un agradecido por las posibilidades que me brindaron mis padres, es algo que les agradecí a cada uno en vida (y que recomiendo a cada uno que lo haga) sin embargo, también aprendí a partir de su experiencia qué es lo que no debo hacer cuando sea padre.
Por ejemplo, sostener una relación por el solo hecho de una necesidad económica o de un imperativo moral, religioso, familiar, social, cultural, etc.
O discutir cuestiones de pareja frente a mis hijos o al resto de la familia, probablemente por la necesidad de testigos en la contienda. Así, los hijos nos convertimos en rehenes de una contienda interminable, sinsentido, que conduce a la violencia y que nos marca a fuego como víctimas involuntarias, depositándonos una carga emocional que nos supera ampliamente y que en el mejor de los casos nos llevará años descargar. Además, perdemos la noción de la intimidad y la valoración de la particularidad de cada individuo implicado en nuestras relaciones, reduciéndolos a simples contendientes o peor aun, enemigos.
También de la importancia del diálogo, de compartir una visión conjunta, proyectos, ideas para evitar encontrarse en una situación incómoda e improductiva para todos, que de sostenerse puede corroer no solo las relaciones sino a las personas.
Que la paternidad/maternidad es el verdadero casamiento, es decir, es para toda la vida o no es. Por lo tanto, debería asumirse con la madurez y la seriedad que algo tan importante se merece.
Que no es necesario continuar con una relación de convivencia para asegurar dicha paternidad/maternidad. Las relaciones entre padres e hijos trascienden las sociedades creadas, sea una pareja, sea una familia, y por lo tanto permite la variedad: varias parejas, varias familias. Que de continuar insistiendo se perjudican no solamente los integrantes de la pareja sino fundamentalmente los hijos, quienes percibimos así a la familia como estructura monolítica inalterable, aun en perjucio de sus integrantes. Como hijos, nos sentimos degradados cuando no a simples decorados, a objetos en disputa.
También aprendí que existen límites, aunque en ese caso mis padres supieron imponerlos (a golpes si hacía falta), a través de la experiencia de otros niños que hicieron lo que les vino en gana y tuvieron que aprender dándose fuertes golpes en la vida (algunos no la contaron), otros que simplemente no lo hicieron y hoy son personas inmaduras y caprichosas. Aprendí que como adulto tengo el deber de demostrar mayor sabiduría en la práctica, no mostrando chapa de mayor experiencia por los años o recurriendo a la violencia sino mostrando inteligencia a través de mis actos, la cual se supone debería superar a la del niño. Hoy vemos cada vez más casos de hijos que dominan a sus padres, claramente éstos no saben como marcarles los límites de forma inteligente, es decir, sin recurrir a la violencia. Tampoco sirve recurrir a la tecnología, ningún aparato puede reemplazar este acto fundamental de maternidad/paternidad.
Otra cosa que aprendí es que los hombres podemos hacer las tareas de la casa tanto como las mujeres pueden trabajar fuera de ella. Pese al machismo de ambos, producto de una sociedad en extremo machista, mi padre fue excelente cocinero y se desempeñaba igual de bien en cualquier tarea doméstica como lo hacía en su trabajo. Por su parte, quienes la conocemos sabemos que mi madre es una excelente docente que trabajó ininterrumpidamente desde muy joven. Por suerte esto hoy se está volviendo habitual, pero aun hay resagos de ese machismo putrefacto y no puedo dejar de mencionarlo.
Aprendí muchas otras cosas, tantas que la lista sería interminable. Pero, fundamentalmente, aprendí que nos mintieron y mucho acerca de esta relación. Nos hacen creer los dueños del destino de nuestro hijos, que ellos son la razón de nuestra existencia, la justificación perfecta de nuestros actos, nuestra creación más perfecta, nuestro bien más preciado. Mas nada de eso somos ni nada de eso debemos ser, pues somos otra vida que a través de ellos llegó a existir y nuestro destino estará ligado al entorno donde vivamos, a esta sociedad que integramos, a esta época que nos toca vivir. Como bien dijo Khalil Gibran, somos hijos e hijas de la vida.
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