Hay muchas cuestiones que nadie quiere abordar. En todos los niveles ocurre, desde cuestiones globales como tomar medidas para frenar el calentamiento global y la destrucción del medio ambiente, pasando por cuestiones más locales como realizar un recorte aquí, un ajuste allá que hace rato el poder viene exigiendo y el gobierno de turno le esquiva para no pagar el precio, hasta llegar incluso a cuestiones más íntimas, más personales, esas que no queremos afrontar. Esas cuestiones que aplazamos para una eventualidad que parece nunca va a llegar.
Cuando en el marco de las relaciones sociales y de la incesante puja por el poder vemos que lentamente vamos progresando hacia ciertos consensos mínimos, ciertas ideas acerca de cómo convivir en un mundo cada vez más complejo y diverso, al cual los seres humanos hemos sofisticado al extremo, no debería extrañarnos que quienes detentan el poder deban esconderse y esconder sus verdaderas intenciones bajo artilugios y subterfugios más y más intrincados. Como si de una gigantesca y desquiciantemente detallada máscara se tratara, nos inundan de ellos por todos los medios posibles. Tras décadas de obligar a una elite enquistada a maquillarse y reciclarse constantemente para que no se le noten las costuras, es evidente que el hartazgo los lleve al nostálgico recuerdo de épocas pasadas donde un contexto desesperanzador nos situaba sin chistar tras sus designios.
Cuando llevamos décadas de introducir más y más tecnología en medio de nuestras relaciones, al punto tal de vernos desbordados por ella y de asistir a un paulatino pero incesante retroceso de la interacción primitiva, del contacto, del cara a cara en favor de computadoras, teléfonos móviles, supuestas redes sociales que en el fondo no son más que un gigantesco experimento de marketing de persuasión y manipulación a gran escala, no sorprende tanto que nosotros mismos comencemos a aplicar esa lógica si el contexto nos habilita. Llegado a este punto, solo falta un ingrediente para hacernos ceder como un edificio dinamitado: una excepcionalidad.
En otras épocas recientes fueron los conflictos bélicos y especialmente las grandes guerras. Son sucesos que cambian dramáticamente nuestra vida cotidiana en un periodo de tiempo tan corto que es muy difícil de asimilar. Entonces, como buenos animales que somos, entramos en modalidad de supervivencia y volvemos a los instintos primarios más brutales.
Si queremos ser muy positivos, ya nadie se traga una guerra. No hay excusas para librar batallas donde siempre los civiles pagamos los platos rotos y las grandes empresas la juntan con la pala haciendo negocio con la logística de la guerra y con la repartija de recursos conquistados. Ya no tiene buena prensa, no es bien visto por la casi totalidad de las sociedades del mundo, especialmente aquellas de las superpotencias. Entonces, la excepcionalidad no puede venir más por allí. Por otro lado, la tecnología a llegado a un punto muy alto en cuanto a la intromisión en la vida personal y ya comienza a verse el lado oscuro y las consecuencias nefastas de estos abusos. No hay un avance significativo que pueda hacerse por ese lado, así que tampoco podemos esperar nada excepcional en este ámbito. Sin embargo, aún nos quedan varias opciones. La degradación del planeta por primera vez en la historia se hace patente. La verdad incómoda que se había profetizado hace tan solo unas décadas es ya una realidad aunque algunos insistan tercamente en negarla, algo tan vano como tapar el sol con un dedo. Sin embargo, hay un lazo muy estrecho entre nuestra salud y el modelo productivo desde que existen las civilizaciones. Las primeras epidemias, de hecho, surgieron de la mano de la agricultura y la ganadería. Al parecer, el romper el ciclo de dependencia natural para obtener el sustento nos costó promover un sinnúmero de enfermedades, las cuales se agravarían al surgir las primeras poblaciones urbanas. La concentración de individuos fue clave para aumentarlas exponencialmente. Nadie quiso inventar ninguna de esas epidemias, no se necesitó ningún plan sofisticado ni mucho menos de las teorías conspirativas. Por eso no me tragaré nunca el verso del murciélago, animal que ya tiene de por sí características ideales para ser el chivo expiatorio de un desastre colosal.
La situación a esta altura es tan evidente que fue necesario un montaje a escala planetaria para tapar tanto desatino. La pandemia, huelga decirlo, fue la excusa perfecta. Era justo lo que necesitábamos para volver a sacarle el cuerpo a esta situación de la cual somos los seres humanos exclusivos responsables.
Solamente así se explica que, frente a semejante señal, en vez de acusar recibo del sacudón y forzar a resolver los problemas que nosotros mismos ocasionamos, simplemente nos dedicamos a aguantar y sobrevivir esperando la vacuna. No nos importó siquiera abordar la cuestión de nuestra propia salud, aprovechando el movimiento de estos últimos años que puso sobre el tapete nuestro estilo de vida. Encima estamos en una zona donde se privilegió la colonización histórica de país manejado por una oligarquía agroexportadora, esta vez recibiendo los dólares de China, a costa de nuestra propia salud, el medio ambiente y la misma pobreza estructural que se agranda mediante la ecuación egoísta de exportar un producto primario e importar tecnología. Tal es así que esa elite local, única beneficiaria local de esta política antipatria y antipueblo, se negó a pagar un impuesto único irrisorio para sus monumentales ingresos. Tal es así que quienes se suponía debían revelarse frente a esto en su mayoría lo consintieron y apoyaron. Tal es así que las únicas rebeldías fueron para las escasas medidas de prevención, llegando a la quema de barbijos y las fiestas clandestinas como símbolo de un rebaño que va donde esa oligarquía quiere aun disfrazándose de lobo. Tal es así que la burocracia ridícula aprovechó para desatendernos con descaro y los gobernantes sicarios de esa oligarquía, como el actual gobernador de Córdoba, aprovecharon para ajustar en áreas sensibles como la Educación y la Salud, promover una reforma previsional que le permite adueñarse de los aportes para luego tener que montar una campaña mediática que contrarrestara esa mala imagen en todos los medios. Por supuesto, sin tocarle un pelo a la oligarquía local a quien verdaderamente representa.
Al parecer, la pandemia hizo caer muchas máscaras y descorrió muchos velos que se volvieron innecesarios frente a esta excusa perfecta. Si hasta en broma le hechamos la culpa de todo a la pandemia como origen de todos los males. Es una verdadera lástima, realmente duele vernos así tropezar estrepitosamente con la misma piedra. Realmente si algo consiguió la pandemia fue descubrirnos, como la fábula del vestido del rey. Pero a diferencia de la fábula, es la propia pandemia quien parece señalarnos a todos y recordarnos que estamos desnudos, aunque nos empecinemos en lo contrario y le sigamos echando la culpa de todo.
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